
de un dandy y escribía textos clásicos como Una excursión a los indios ranqueles , ella cruzaba en sus novelas los límites fijados a su género y demostraba, como Lucio, una honda comprensión de los "bárbaros", fustigados por Sarmiento
"-Dormite, dormite hijita, que viene Lavalle a comerte" "¿No oyes, niño, esos gritos...? Son las almas de los que están en los calabozos, bajo la tierra." En la Buenos Aires de la década de 1840, aún no se conocía a Stephen King. Pero el tío Tomás y la tía María, dos antiguos esclavos negros, confiaban ciegamente en los efectos persuasivos del terror sobre el alma infantil e intentaban producirlos en los dos hermanitos que tenían a su cargo, para que se durmieran sin protestas. Sobre uno de los dos -la niña- fracasaba, sin embargo, el encantamiento: "¡Che, Lucio! ¿Estás durmiendo? Yo no he oído nada." Pero su hermano (el mayor) respondía: "Callate... no hablés, que tengo miedo y me ahogo, y ahora nomás entra mamita". "¡Zonzo, flojonazo!" -continuaba ella-.

El peso de ese pasado, con sus seducciones y sus fantasmas, la vieja vida criolla, gravitará indeleblemente en ambos hermanos, singulares como personajes públicos y como literatos, excéntricos y transgresores con respecto a lo "políticamente correcto" para la clase dirigente de su época, y siempre dispuestos a desafiar el lugar común de las costumbres burguesas. Desde luego, el tipo de transgresión y sus límites están marcados en ellos por el género (sexual).

En cambio, su vida privada desconcierta con una ruptura notoria. Eduarda viaja a la Argentina en 1879, el mismo año en que se estrena Casa de Muñecas . Viene sola, sin su marido (el diplomático Manuel Rafael García), mientras sus hijos menores permanecen en Francia, al cuidado de Eda, la primogénita, ya casada. Se quedará en el país casi cinco años, fundamentalmente para darse a conocer como artista. Como Nora Helmer, no se ha escapado con otro hombre, más bien se ha escapado consigo misma, para construir su propio destino individual.


La espera, a menudo inútil, supone el progresivo abandono, el vaciamiento de la casa, la carencia de recursos y, en definitiva, la pérdida del sentido de la vida para esas hembras confinadas al rol fundamental materno, conservador y reproductivo. Quizá por eso, en sus relatos, las madres, privadas de sus hijos por la violencia, se convierten en "locas" que reclaman justicia: marginadas y alienadas de una sociedad que no las tiene en cuenta, que les ha quitado su "razón existencial". Esto no implica que la autora desconozca o minimice la influencia femenina en la organización íntima del poder en las sociedades hispanoamericanas. Por el contrario, en El médico de San Luis destaca la "superioridad" de las mujeres argentinas como agentes de cambio y de renovación cultural, pero mientras no sean madres... La mujer eficaz y persuasiva como esposa, como amante y como hija, queda fijada, en tanto madre, al espacio del atraso, a la rémora de las convenciones. La propuesta de la narradora es arrancar a la "madre" de esta paralizadora asociación con "el atraso, lo estacionario, lo antiguo", "robustecer la autoridad maternal" como punto de partida para evitar la anarquía. Por supuesto, esa "autoridad maternal" tendrá tanto más peso si se cultivan la inteligencia y el talento artístico femeninos.

Tanto Eduarda como Lucio (en Una excursión a los indios ranqueles ) debaten con el mismo adversario y amigo:

Se propone "traducir" o "explicar" para los extranjeros el mundo criollo. Y da un paso más allá que Sarmiento: lo hace en francés. Esto se explica porque en esa época Eduarda vive efectivamente en Francia, pero también por una necesidad de legitimación cultural (que pasa por su país de proveniencia, por su género y por su filiación política familiar): el afán, acaso, de demostrar que una mujer, argentina y sobrina del "bárbaro" Rosas, puede escribir para los franceses, y tan bien como ellos. Mantiene ciertas oposiciones sarmientinas: ciudad/campaña, bárbaros/ilustrados, federales/unitarios, pero a partir de allí las discute y las desarma. Eduarda cuida bien de destacar que la verdadera "barbarie" -la que condena a las mujeres al desconocimiento del mundo y de sí mismas, la que envía a los varones a la crueldad de una guerra fratricida- no es una cuestión de partido, sino una práctica social argentina que comprende tanto a federales como a unitarios, a Rosas como a sus enemigos. El primer unitario decididamente "bárbaro" en la narrativa nacional (tan sádico e iletrado como cualquier mazorquero) es tal vez el personaje del "Duro" Moreyra, que hace caso omiso (es analfabeto) a la carta del gobernador con el indulto de Pablo y manda fusilar al muchacho sin siquiera mandarla leer. Moreyra representa, para la narradora, el elemento predominante en las jerarquías del ejército regular. Pero si los federales -apunta- pueden haber comprendido y tratado mejor al gaucho, en cuanto a su sistema de represalias mutuas los dos bandos actúan exactamente igual: se parecen demasiado el uno al otro.
La "civilización", por otra parte, aparece más como una expresión de deseo que como una realidad, y, cuando se la quiere imponer como proyecto de vida foráneo, genera, desde arriba, su propia "barbarie" inicua y homicida. Por otro lado, ni los gauchos son tan bárbaros como se los ha descrito, ni los ciudadanos tan cultos.
En las ciudades, como lo experimenta la desdichada Micaela, madre de Pablo, que va a Buenos Aires a pedir al gobernador por la vida de su hijo, dominan la ligereza y la veleidad de juicio, la falta de solidaridad y de genuino interés por el prójimo. Los gauchos, oprimidos por los "civilizadores", enrolados a la fuerza en los ejércitos, maltratados, padecen injustamente. Ambos Mansilla comparten esta visión.
Pero la mayor audacia de Eduarda consiste en señalarles (a los franceses para quienes escribe en primer término) que los europeos también han sido bárbaros, hasta extremos jamás alcanzados por los gauchos vernáculos, y que lo son todavía. En definitiva -concluye-, los ya numerosos inmigrantes europeos llegan al país huyendo de males que en Argentina se desconocen.
Los dos, Eduarda y Lucio, se esforzarán por demostrar que, desde la "alta cultura", se puede comprender la llamada "barbarie", hasta identificarse parcialmente con ella (Lucio, que juega a ser indio), y desmitificarla, disolviendo los clisés condenatorios. La nación, en fin, para los Mansilla, no puede construirse legítimamente sin el concurso de esos "bárbaros": los "subalternos" y los "oprimidos" (de etnia, de clase, y asimismo de género, en el caso de Eduarda), que la "barbarie de la civilización" preferiría aniquilar, reemplazar, o relegar a un ámbito de confinamiento "controlable". Sólo un lento y necesario proceso transformador no violento podría eliminar la "barbarie" como miseria física y simbólica, convirtiendo a los excluidos en ciudadanas y ciudadanos dotados de derechos, y en seres humanos plenos.
Otro elemento significativo, tanto en la vida de Lucio como en la de Eduarda, fue su amplia experiencia cosmopolita. Ni Juana Manuela Gorriti, ni Rosa Guerra, ni Juana Manso vivieron y viajaron por el extranjero tanto como Eduarda, que hablaba, además, cuatro idiomas. Ninguna tampoco "actuó" -dentro del decoro- en los escenarios europeos (muy dotada musicalmente, fue notable cantante y pianista). La frecuentación de los salones de Europa la coloca -desde la limitada óptica local- en un borde ambiguo: la "contamina" de alta bohemia, la asocia con afamados personajes de la escena lírica, como el compositor Rossini o la gran prima donna Alboni, a la que acompaña al piano, la envuelve en el ambiente dispendioso de la corte de Eugenia de Montijo. Todo esto puede verse con prevención en una Buenos Aires pacata donde todavía la esposa del presidente Juárez Celman (cuñada de Julio A. Roca) se ruboriza cuando los hijos de Eduarda, acostumbrados a la etiqueta vienesa, le besan la mano. Por otra parte, así como entablan relaciones con artistas e intelectuales (Lucio conoce a Robert de Montesquiou, modelo del proustiano Barón de Charlus, a Maurice Barrés, e incluso a Paul Verlaine), los Mansilla también establecen vínculos familiares con la nobleza europea. Una hija de Lucio y una hija de Eduarda se casan con aristócratas franceses.
Probablemente, ambos hermanos arrastraron, hacia el final de sus vidas, la carga de un sentimiento de fracaso, vital y literario. Lucio había enterrado a su primera esposa y a sus cuatro hijos. Nunca ocupó las posiciones políticas que ambicionaba, a pesar de negociaciones y virajes, como el que lo llevó a adherir al roquismo pese a su comprensión del mundo aborigen. No lo olvidó, sin embargo, y nos lo prueba la anécdota de Miguel Angel Cárcano (h), que muestra al viejo Mansilla, en su casa de París, llorando sobre los restos del poncho pampa que el cacique Mariano Rosas le había obsequiado en su aventura ranquelina, y deplorando, tardíamente, la crueldad exterminadora que se había usado contra pueblos considerados "irredimibles".
Después de su estadía de casi cinco años en la Argentina, Eduarda vuelve a reunirse con su familia, pero para acordar una separación. Dos de sus hijos -Eduardo y Carlos- vivirán con su padre, y Daniel, a quien debemos entrañables testimonios sobre su madre, se quedará con ella. Los otros tres hermanos, Eda, Manuel José y Rafael, hacían ya una vida independiente. Luego de la muerte accidental de Manuel Rafael García en Viena, en abril de 1887, Eduarda, sus hijos y sus nietos (los hijos de Eda) emprenderán viaje a la Argentina para dirimir la sucesión.

Su nieta mayor, Guillemette Marrier, escribirá luego un libro de recuerdos sobre su infancia y sobre este viaje ( Nous n´irons plus au bois ) donde conoció una Pampa ya domesticada. Durante el resto de sus días Eduarda acompañará a su hijo Daniel, también diplomático. Sus últimos años, después de 1885, son de casi absoluto silencio literario y de actividad musical privada, junto a músicos como Julián Aguirre o Alberto Williams. Falleció en su ciudad natal, en 1892, poco antes de la Navidad, y dejó, entre sus últimas voluntades, el pedido de que no fuesen reeditadas sus obras. Como en el caso de Lucio, su lúcida crítica no fructificó en ningún proyecto de acción transformadora.
En el momento de su muerte, sus contemporáneos estiman a ambos Mansilla más como personajes brillantes del gran mundo que como los autores de un profundo relato de las Pampas capaz de mostrar las marcas de la negación y del silencio, de la exclusión y de la opresión que se estaban inscribiendo, irreparablemente, bajo el esplendor engañoso de una Argentina incompleta.
Por María Rosa Lojo
Para LA NACION - Castelar, 2002