sábado, 22 de agosto de 2009

LUCIO VICTORIO MANSILLA. Patricio distinguido, gran escritor y soldado valiente.

Por Rogelio Alaniz.


El 23 de diciembre de 1831 nació en Buenos Aires Lucio V. Mansilla. Su padre era el general Lucio Norberto Mansilla, guerrero de la Independencia y héroe de Ituzaingó, como luego lo iba a ser de la Vuelta de Obligado. Su madre era una de las mujeres más hermosas de Buenos Aires, la más linda sin lugar a dudas —dirá un periodista inglés—, pero, en primer lugar, era la hermana de Juan Manuel Manuel de Rosas.

La infancia de Lucio fue feliz. Por lo menos, eso es lo que dice su hermana Eduarda. Pertenecía a una familia poderosa y su tío era el hombre fuerte de la Confederación. Lucio siempre respetaría a don Juan Manuel. A veces deslizaba alguna crítica, alguna ironía, pero en lo fundamental la actitud era de respeto. Viejo y escéptico, escribirá que de niño su tío le parecía un dios; de muchacho, un héroe, y ahora sabía que apenas era un hombre.

Si el niño fue travieso, el adolescente sería indisciplinado y transgresor. Los amoríos con la célebre Pepita y el deseo romántico de los amantes de fugarse a Montevideo para disfrutar de la vida habilitaron la intervención de la policía. Como se trataba del sobrino de Rosas, el escándalo no pasó a mayores, pero los unitarios en el exilio dirían que la conducta del niño Lucio no era muy diferente de la de Camila, con la diferencia de que a Camila la fusilaron, mientras que a él lo mandaron a descansar a la estancia de uno de sus tíos, don Prudencio Rosas.

En esas vacaciones forzosas, Lucio habría de conocer a la que sería su mujer —y su víctima— para toda la vida: Catalina Ortiz de Rosas, hija de Prudencio y, por lo tanto, su prima. Los rumores hablan de otros escándalos y de un viaje a Oriente y Europa para tomar distancia de las maledicencias de los vecinos. Lucio, para entonces, aún no había cumplido los veinte años, pero ya era un joven elegante, desenfadado e inteligente.

Se cuenta que su padre un día lo descubrió leyendo el “Contrato Social” de Rousseau. Se lo quitó y después le dijo a modo de explicación y advertencia: “Mire, mi amigo, cuando uno es sobrino de Rosas no lee el “Contrato Social’ si se ha de quedar en el país, o se va de él si quiere leerlo con provecho”. Lucio se iría al extranjero no sólo a leer libros prohibidos, sino a vivir pasiones prohibidas.

Cuando regresó, dos años después, ya sería para siempre el dandy porteño que asombraría y escandalizaría con sus audacias a la pacata clase alta de la aldea. Después de Caseros, a su familia no la tocaron. Los vencedores persiguieron a los vencidos, pero al general Mansilla no lo molestaron. Tampoco a Lucio y sus hermanos.

Sin embargo, en 1856 Lucio volvería a protagonizar otro de sus célebres escándalos. En una función de gala celebrada en el Teatro Argentino, insultó desde uno de los palcos al senador José Mármol, el autor de “Amalia”. En el teatro estaba toda la clase dirigente porteña, incluido Sarmiento. Según Mansilla, Mármol había faltado el respeto a su familia y, muy en particular, a su padre. En efecto, en uno de los capítulos del libro había una mención a un Mansilla —su padre— que se dejaba sobornar.

Después de semejante escándalo, nadie estaba dispuesto a detenerse en sutilezas literarias. Lucio fue detenido y, gracias a las gestiones familiares, en lugar de ir a la cárcel se lo desterró. Fue así como el muchacho llegó a Paraná, capital de la Confederación. Algunos historiadores aseguran que su viaje a Paraná fue un gesto de solidaridad con el ideario federal. Para esos años, las ideas políticas de Mansilla no estaban muy definidas. Lo más probable es que haya optado por la Confederación por razones personales, pero sobre estos temas nunca se puede decir la última palabra.

Lucio en Paraná se destacó como periodista. Sus artículos eran admirables, a tal punto que luego fue contratado por un diario de Santa Fe y durante unas semanas habría de vivir en esa ciudad, aunque al poco tiempo regresó a Paraná donde podía lucir con más comodidad sus condiciones de gentleman.

Para 1860, Lucio estaba de nuevo en Buenos Aires. Viajaba, escribía, frecuentaba los clubes sociales y era uno de los niños mimados de la clase alta porteña. El bon vivant, el patricio distinguido, el clubman elegante y burlón, era, además, un gran escritor y un hombre valiente. Quienes se atrevieron a poner en duda su coraje debieron enfrentarlo en el campo de honor y, allí, comprobar que podía ser un feroz e implacable duelista.

En la guerra con el Paraguay escandalizaría a los oficiales porque se jactaba de ser el soldado más elegante del batallón. O porque, en lugar de sumarse a la jarana en las horas de descanso, se retiraba a un costado del camino a leer y escribir.

Nunca, ni en los momentos más difíciles, olvidaría que era un Mansilla. Siempre sería un hombre orgulloso de su linaje. Pero también demostraría que, llegado el caso, podía ser atrevido y temerario. En la guerra del Paraguay peleó en las trincheras y se expuso. Dominguito, el hijo de Sarmiento, murió en sus brazos. Los soldados y los oficiales aprendieron a respetar al hombre que se vestía como un gentleman, se burlaba de la vida y de la muerte, leía cuando todos se divertían y escribía cuando la tropa descansaba.

A Lucio Mansilla hay que pensarlo como un hombre de la clase dirigente, como un patricio antes que como un oligarca. Liberal y conservador, siempre estuvo un poco más allá de las ideologías. Fue uno de los exponentes más representativo de la Generación del ‘80, tal vez el más simpático y uno de los más lúcidos. Sus artículos en los diarios, sus célebres causeries, siguen siendo un modelo de prosa elegante, ponderada por escritores como Borges, Bioy Casares y Victoria Ocampo.

Lucio Mansilla escribía como hablaba, pero esa virtud sólo la logran los grandes escritores. Sus frases eran coloquiales, abundaban las digresiones, los comentarios dichos al pasar, el humor refinado, la observación sutil, la palabra elegante. Su libro “Una excursión a los indios ranqueles” es considerado, junto con el “Facundo” de Sarmiento, una de las mayores obras de la literatura nacional. Con ese libro, Mansilla demostró que era algo más que un dandy, un niño bien o un patricio ocioso. Allí estaban la observación medida, la reflexión profunda, la puesta en escena a veces trágica, a veces dramática, nunca pintoresca.

La vida de Mansilla parecía estar iluminada por el éxito y la felicidad. Todos se rendían a su encanto y talento. También a su coraje y a su corazón generosos. Sin embargo, no todos eran brillos en su vida. Su matrimonio fue un fracaso; siempre lo supo. Tuvo cuatro hijos y le tocó la tragedia de verlos morir a todos. El hombre que proclamó la candidatura a presidente de Sarmiento nunca pudo ocupar un cargo político importante, a pesar de que lo deseó hasta el final. Consultado habitualmente por los grandes políticos de su tiempo, jamás lo convocaron a ejercer cargos. Era demasiado inteligente para ser manipulado, demasiado distinguido para ser ignorado y demasiado independiente para ser subordinado.

Murió en octubre de 1913. En París, por supuesto, “la única ciudad donde se puede ser feliz sin hacer nada”. Príncipes, políticos, diplomáticos y poetas se hicieron presentes en la ceremonia final. El principal diario de París le dedicó una columna. La muerte lo encontró con los ojos abiertos y el corazón atento. Admitía haber cometido errores, admitía haber sufrido, pero no se arrepentía de la vida. En uno de sus últimos escritos decía: “Yo amo sin embargo hasta el dolor y el remordimiento, porque me devuelven la conciencia de mí mismo”. William Faulkner no podría haberlo escrito mejor.

El patricio distinguido, el clubman elegante y burlón, era, además, un gran escritor y un hombre valiente. Quienes se atrevieron a poner en duda su coraje debieron enfrentarlo en el campo de honor y comprobar que podía ser un feroz e implacable duelista.

FUENTE: Diario "El Litoral", edición del 28 de diciembre de 2008

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